Entrevista Bruno Stagnaro (Pizza, Birra, Faso / Okupas / Un Gallo para Esculapio)

foto por Ignacio Coló

Nota publicada en el diario La Nación el 13 de Agosto de 2017, escrita por Martín Wain


Bruno Stagnaro habla mucho de azar. Cree que Okupas (2000), aquella serie que cambió la televisión argentina y logró una complicidad con su público -eso que llaman mística– que ninguna otra ficción ha logrado desde entonces, fue una combinación de factores a su favor. Habla de casualidades: “Tuvimos mucha suerte porque era un momento muy particular de Ideas del Sur. Era lo primero de ficción que hacían y de algún modo querían aprender de nosotros”. Tampoco le atribuye méritos especiales a Pizza, birra, faso (1998), la película que dirigió con Israel Adrián Caetano y que fue el origen, para muchos, del Nuevo Cine Argentino. “Ese fenómeno -dice Stagnaro- iba a darse de una u otra manera, por la cantidad de estudiantes que había y por cómo se estaba instalando el tema audiovisual, que explotó en ese momento.” No es falsa modestia, sino la convicción de que su viaje personal es menos aventurero y heroico que el de sus personajes.

No te gusta mucho dar entrevistas. ¿Por qué?

El tema de hilvanar ideas coherentes en voz alta me cuesta, prefiero siempre el papel, o directamente el laburo, que es lo que importa. Lo que pueda decir respecto de si quise hacer esto o lo otro. Qué se yo, el resultado es el resultado.

Esta semana comienza Un gallo para Esculapio, una serie de nueve episodios (el primero es doble) donde las riñas clandestinas de gallos se entrelazan con piratas del asfalto. Habrá que ver el resultado, pero la expectativa es enorme. Se estrenará casi en simultáneo por TNT, Telefé y, bajo demanda, en Cablevisión Flow. Peter Lanzani interpreta a un joven que llega de Misiones y se involucra con delincuentes. Luis Brandoni es el capo de una banda y Luis Luque, su mano derecha. La cámara vuelve a estar del lado de personajes marginales y en escenarios verdaderos, esta vez de Liniers al oeste del conurbano, para crear, desde los matices y rasgos de identidad de cada lugar, un policial a gran escala. La dirige Stagnaro, en su vuelta a la ficción después de Okupas. Pasaron 17 años.

¿Por qué tanto tiempo?

Por distintos motivos, aunque en general, el motivo más profundo fui yo mismo. Todos estos años tuve la intención de hacer ficción, con varios proyectos que fueron quedando ahí. Llegaban a un punto de desarrollo y por autoexigencia, los bajaba. Y en paralelo. la vida. Fui haciendo otras cosas, puse una productora, estuve abocado a la publicidad. Empecé a vincularme con el laburo desde otro lugar. Me especialicé en montaje, por ejemplo, y nos dedicamos a la producción de documentales.

Este proyecto sí terminó de convencerte.

Sí. Pero la única manera de hacerlo, por el tiempo que lleva, era en igualdad de condiciones en cuanto a decisiones de producción. Fue fundamental en este punto que Sebastián [Ortega] se la jugara conmigo. Estando en su mejor momento, aceptó que trabajemos mano a mano cuando yo venía de años sin hacer nada.

¿Habían mantenido vínculo después de Okupas?

No, lo retomamos ahora.

¿Cómo nació la historia?

La empecé a escribir en 2004 o 2005. Yo iba mucho al bar Un gallo para Esculapio, en Uriarte y Costa Rica, y me llamaba la atención el nombre. El individual que te daban contaba la historia de Fedón [diálogo platónico en las últimas horas de Sócrates]. Y en algún momento de frustración creativa, dije: arranco por ahí, a ver adónde me lleva. Fue como un juego mental: ¿qué historia se me ocurre a partir de ese nombre? Investigando un poco, me llamó la atención el universo de las riñas, muy instalado en ciertos sectores y completamente invisible para la mayoría. La primera idea fue la de un tipo que traía un gallito para el hermano, y el hermano nunca aparecía. En esta segunda etapa incorporé la piratería del asfalto. Lo raro fue continuarla tantos años después.

De la piratería, ¿qué te llamó la atención?

Surgió también de un modo azaroso. Hace dos años, en un viaje a Rosario me llamaron la atención los camiones, con esos leds que les ponen ahora. Parecían naves de las Guerras de la Galaxias, con sus sonidos característicos, esos colores. Era una imagen potente. Después, me fueron sorprendiendo las particularidades de esas bandas, su mecánica, su conformación…

Ya habías presentado mundos delictivos. ¿Por qué volviste a poner la cámara de su lado?

Lo que me atre, básicamente, es el recorrido de este pibe que empieza a convertirse en lo que el hermano quería ser. Su camino de transformación desde lo más bajo de esa estructura delictiva, que es el rol del gatillero, hacia arriba. Al investigar me sorprendió la logística de estos tipos, prácticamente empresarial, con sus CEO, sus gerentes.

¿Cómo fue esa investigación? ¿Cuánto les llevó?

Un año y medio. Primero, nos apoyamos en escuchas de causas judiciales. Hay un montón en YouTube, muy impregnadas de léxico específico. También conversamos con fiscales y abogados, y nos juntamos con alguna gente con pasado en la piratería. Pero lo sustancial surgió de indagar en las estructuras que tienen.

En Okupas ya habías trabajado en la transformación del protagonista a partir de su ingreso en un mundo marginal. ¿Por qué volviste a esa idea?

En ese punto, hay relación con lo que había hecho antes, algo en común. Si bien el personaje llega ahora a una banda importante, no tan marginal, su viaje de transformación es también un descenso. Pero las cosas que me interesan de esta serie no tienen nada que ver con aquel universo. Esta no es una historia de amistad y su escala es mucho mayor. Sería un error intentar algo que respirara el aire de Okupas.

Rodrigo de la Serna iba a ser el protagonista. ¿Por qué no se dio y qué cambió con Lanzani?

En un momento coincidimos con Rodrigo en que no era un personaje para él. Tenía que ser más joven, para una trasformación como la que se da, salvando obviamente las distancias, en El Padrino; ese momento preciso de joven adulto cuando algo de la personalidad está muy latente, a punto de cambiar.

¿Conocías a Peter?

Lo había visto en la película de Pablo [Trapero, El clan] y tenía buenas referencias, pero no lo conocía. Me gustó mucho que hiciera pruebas de cámara, que viajara a Misiones para sacar la tonada, que lo tomara tan a pecho. Para él también era un gran desafío. Creo que está en el momento justo para un personaje así y que el proyecto salió fortalecido con su actuación.

¿Sentiste en rodaje la misma adrenalina de aquellos tiempos?

Sí. Este proyecto tuvo la particularidad de estar claramente sobredimensionado en cuanto a las ambiciones frente a los recursos. La consecuencia inmediata de eso fue un frenesí todos los días, durante cuatro meses. El despliegue de locaciones que tuvimos fue, en términos televisivos, el antiprograma. Incluso Okupas se había basado en la lógica televisiva: una locación central y ocasionales salidas al exterior. Esto era casi todo exterior, y eso incluía perseguir camiones en la autopista. Para una película estaría más contenido, pero para tele… Requirió de un montón de decisiones de producción que lo tornaran posible, porque es tele, y es tele de acá. En cuanto a exigencia, sí, volví a la sensación de todo o nada.

¿Volverías a entrar sin permiso al Obelisco, como en Pizza, birra, faso, para filmar una escena?

Definitivamente sí, pero tomando recaudos. A esta altura tengo en claro ciertos límites en cuanto a exponerme a mí y exponer a terceros. Pienso en este proceso y sin llegar a eso, hemos tenido que poner mucho el cuerpo y fue desgastante físicamente.

¿Es difícil la adaptación de figuras a una producción de este tipo? Ana Celentano contaba haberse sorprendido cuando llegó al rodaje de Okupas y no había ni trailers donde cambiarse. Y ahora tienen muchos actores de renombre.

Acá, si algo había, eran trailers. Cuando filmás a la intemperie a las 3 de la mañana a campo traviesa con humito que te sale, es trailer o trailer, que incluso es incómodo para todos. Tenía un poco de temor, porque era un equipo mixto, gente que venía conmigo más la gente de Underground. Pero la entrega fue total. Está muy bueno como autor cuando sentís que al equipo le gusta lo que estás haciendo, que llegás al set y te da aliento. He transitado rodajes, en publicidad, donde sentís que la energía está puesta en otro lugar. Perdés tiempo, no está bueno. Acá ocurrió lo contrario y eso nos permitió hacer el programa sin resignar demasiadas cosas.

¿Qué sentís que te aportó la publicidad?

Creo que recién ahí me forjé como director, me siento mucho más armado ahora que en aquella época. Estoy pendiente de cosas que en ese momento no estaba. Hoy veo planos en Okupas y digo: ¿en qué momento pude haber filmado esto? ¿Un fondo más feo no había? Me acuerdo de uno en Quilmes, con Chiqui hablando y detrás, un cartel horrible. En ese momento no me importaba, tenía la cabeza y la libido puestas en otra cosa.

En la historia, el drama…

En cumplir los horarios, que siempre eran un quilombo. Ahora estuvimos con el mismo grado de urgencia, sin embargo, hay una atención mucho mayor a la cuestión estética. El laburo en publicidad me sirvió mucho en eso, sólo espero no haber perdido lo otro.

Al viaje de Ricardo, en Okupas, se subían Chiqui, Walter y el Pollo, por momentos también héroe, por momentos su maestro y también auxiliar. Stagnaro imaginaba entonces una suerte de Cuenta conmigo -película de 1986- en versión urbana y fronteriza. Pibes callejeros, cada uno con su mundo interior, lejos de los estereotipos. Entre lugares reconocibles y personajes encantadores, Stagnaro vuelve a combinar la lógica de la ficción y el documental para una historia de ritmo frenético que atraviesa el Camino de Cintura y otras vías del conurbano bonaerense que tiene como punto de partida Liniers, “un gran descubrimiento” para el director de 44 años, que tenía 23 cuando filmó Pizza, birra, faso y 27 en tiempos de Okupas.

¿Qué te llevó a Liniers?

Fue totalmente azaroso. Estábamos escribiendo con Ariel [Staltari, que hacía de Walter en Okupas y ahora es coguionista] y en la oficina de al lado estaban compaginando un capítulo de Pequeños universos [programa conducido por Chango Spasiuk] sobre la música boliviana de la fiesta de Urkupiña. Necesitábamos para la trama que el personaje fuera a buscar a alguien dentro de un contexto festivo y buscábamos alguna festividad próxima, pensando en el rodaje. Y se dio la casualidad que ese sábado estaba la Fiesta de Copacabana, en Liniers. Fuimos y nos encontramos con un mundo… Un mundo dentro de otro, una convivencia de olores, colores, texturas. La comunidad boliviana, la senegalesa. Una mezcla muy Babel que nos llevó a dar un giro de 180 grados, porque originalmente el personaje llegaba sólo a la rotonda de San Justo y de ahí a Morón, pero después dijimos: es acá. Que llegue a Liniers y a partir de ahí arranque la historia.

Solías visitar lugares como Isla Maciel con el único fin de conocerlos a fondo. ¿Mantenés esa costumbre aventurera?

Con Ariel hemos transitado situaciones… Un universo muy reacio que nos encontramos fue el de la riña. Muy cerrado, muy paranoico. Con sus razones, porque en definitiva es una actividad ilegal. Y a nosotros nos pareció interesante contarlo, porque existe. Un día apareció, a través de un amigo de Ariel, alguien que tenía un tipo que eventualmente nos podía llevar, pero teníamos que estar en una estación de servicio de Burzaco a las 7 de la mañana de un domingo. Ahí dijimos: ¿vamos o no? Empezamos ahí a seguir a este muchacho por un barrio de casas precarias. Paramos en una, nos presentó a un tipo y se fue. Nos quedamos adentro. Por ahí vos generás empatía con el primero, pero después va cayendo gente y alguno pregunta: “¿Y estos muchachos quiénes son?” Y otro tira: “Che loco, qué onda ustedes”. Mucha desconfianza. Fue todo un laburo de campo, antropológico. Ahí generabas la primera llamita, después ese tipo nos tenía que llevar a una riña, con un gallero. Y en la riña, lo mismo. Se conocen todos. “¿Y ustedes qué están haciendo? ¿Una ficción? Ah, mirá, ¿para qué canal?” Había un veterinario que decía que yo era cana.

¿Y cómo hicieron para filmar?

Hay encuentros grandes, todo clandestino, salvo en alguna provincia que está permitido. Fuimos a un galpón con 10 mil personas, un estadio. Nuestra Las Vegas de las riñas. Filmamos afuera porque adentro no nos dejaron. Uno de los tipos que nos miraba con desconfianza terminó siendo una fuente de información clave.

Entonces, ¿tuvieron que recrear las riñas?

Mitad y mitad. Tuvimos que ser muy cuidadosos, porque es un tema complicado. Tomamos muchos recaudos para que los gallos estén muy bien, etcétera. Incluso armamos muñecos, y descubrimos que si a un gallo de riña le ponés enfrente un muñeco con dos ojos y un pico, se pone loco enseguida, empieza a pelear. Cada muñeco te dura dos tomas.

Después de Pizza, birra y faso y Okupas, ¿cómo viste el auge de programas y películas realistas, basados en temas de marginalidad?

Habría que ver en cada caso… Lo que me interesa más allá del realismo es que haya algún grado de poética. Siento que no es la realidad cruda lo que yo mostré en Okupas. Siempre me interesó el coqueteo con cierto tono de humor absurdo, o algo por el estilo. De hecho, no me interesa la violencia literal. Busco algo más humano y profundo, con un recorrido emocional más genuino, donde uno se pueda identificar. A veces siento que hay un apego por las formas y en el fondo lo que importa es lo otro.

Y en el fondo, ¿qué le da verdad a un personaje?

Lo más difícil siempre es sostener el periplo de un personaje todo el tiempo, que no quede detenido, que siga creciendo. Eso es lo que te da más la sensación de verdad, que te identifiques con esa problemática y lo vayas acompañando. Eso hace que dejes de estar tan atento a la capa exterior de las cosas. Okupas siempre es mencionada como realista, pero tiene cosas completamente inverosímiles, por ejemplo cuando se ponen a freír la hoja de marihuana. No tiene sentido, sin embargo vos ves la amistad que está surgiendo entre ellos, le prestás más atención a eso y lo demás pasa por debajo. Me parece que el laburo más duro es encontrar el recorrido emocional de los personajes, que sea verdadero y lo lleve a uno a identificarse con eso.

Esta semana Un gallo… estará completa en uno de los servicios on demand. Hacer una serie en estos tiempos de streaming, ¿modifica la forma de pensarla?

Sí, con sus cosas buenas y otras que complejizan un poco todo. Lo bueno es que entregar todos los capítulos juntos hace que le prestes más atención al arco de la historia. Por ejemplo, tiene que empezar y terminar con contundencia, porque para iniciar el proceso de producción ellos necesitan tener la certeza de cómo es el recorrido, en detrimento de cómo era antes. Lo que no está tan bueno es que estudian tanto a los supuestos consumidores que tienen cajitas muy formateadas de lo que va a funcionar y lo que no.

Okupas se emitía mientras aún filmaban.

Sí, y se daba una retroalimentación que jugó muy a favor. Ya percibíamos su alcance y eso nos potenciaba, sumado a que éramos un grupo de amigos con autonomía total. Formó parte de una situación anómala y azarosa que difícilmente se repita, porque nunca más en la vida logré atravesar una situación con ese grado de libertad y, de algún modo, de control de la situación. La televisión no es eso. Pero por suerte ahora se repitió una mística muy fuerte. Sólo pudimos hacerlo porque la gente tenía muchas ganas de que quedara en su máxima expresión.

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